sábado, 26 de noviembre de 2016

CAFÉ SIN LECHE


La taza de café había ido envejeciendo a un ritmo demasiado acelerado, en su interior se sentía joven, pero las pequeñas grietas que empezaban a estropear su belleza infantil dejaban al descubierto el paso de los años.

Algunas mañanas gemía en la más estricta intimidad, sobre todo cuando estaba guardada en aquella alacena y veía como los humanos elegían otros modelos más modernos para desayunar. No podía evitar hacer una comparación, las nuevas no tenían curvas y eran simples a primera vista; ella, sin embargo, poseía un sinfín de carreteras y ochos enredados que dibujaban figuras inventadas por alguna mente inquieta que no se conformó con ser uno más. Esa persona, simplemente, debió de ser especial.

Además tenía un secreto, poseía un diario en el que escribía cada vez que dejaban en su fondo posos de café. En él plasmaba sus sueños, sus anhelos, sus miedos y sus ganas de no crecer...

En una de sus páginas podía leerse una historia que podría parecer inventada pero era real, se notaba que le temblaba la mano cuando la escribió: había pequeños borrones de color marrón intercalados con gotas de agua secas, esa era la prueba más clara de que no estaba sola en ese momento, porque en mi mundo, las tazas escriben y sienten, pero lágrimas no fabrican, sus cuerpos son de cerámica y el agua no se impregna, simplemente resbala y después se seca.

Contaba que algunas noches la despertaba el frío de unas gotas de lluvia y que al mirar hacia arriba se veían relámpagos y centellas. Le costó entender el motivo de esa visita tan continua, pero logró encontrarle un sentido: la lluvia llenaba todo su espacio como antaño la leche lo hacía y los pequeños granizos que de vez en cuando caían le proporcionaban el placer recurrente que hace años el azúcar le producía.

Y parece ser que fue así como la taza encontró la manera de llenar su vacío y el nubarrón de vaciar su desbordante vida.



viernes, 11 de noviembre de 2016

EL CAPITÁN AMÉRICO & LA PRINCIPITA



La Principita estaba sentada en su mesa favorita, era viernes y durante el último mes había adoptado la costumbre de salir a cenar sola cada fin de semana puesto que estaba a punto de despedirse de aquella pequeña ciudad que la había acogido con los brazos abiertos. Deseaba esa soledad elegida, aprovechaba esos momentos para observar a su alrededor, sonreía si notaba bondad y se afligía ante la maldad.

El Capitán Américo apareció ya pasadas las once de la noche. Echó un vistazo rápido al salón y, sin pensárselo, se dirigió hacia la silla vacía que estaba junto a La Principita. La miró directamente a los ojos y supo que sí, que ella aceptaría su acompañamiento, que ella lo comprendería, que ella era diferente. Lo supo sin tener que utilizar sus poderes, tan solo por cómo miraba y por cómo vestía.

El Capitán se deshizo de su escudo, el trayecto que este siguió sólo lo supo interpretar La Principita, como todo el mundo sabe ella mantenía su visión de cuando era niña, y vio muy claramente cómo proyectó en el aire una interrogación muy enroscada, de esas que guardan las preguntas que nunca han sido contestadas.

Le sirvieron el primer plato a él cuando ella ya iba por el postre. Aun así su rapidez a la hora de vivir y la lentitud de La Principita, hizo que se juntaran las mousse de chocolate blanco con guinda incluida.
Y resulta que a ella no le gustaban los frutos rojos, pero nunca había encontrado la forma de deshacerse de ellos en medio de tanto gentío. Él lo intuyó y le acercó su plato: todo lo que a ella le sobraba, él lo quería.

No pidieron café, se les echó el tiempo encima contándose detalles de sus interesantes vidas: los viajes de ella, las luchas de él, el por qué de la ropa holgada de La Principita y el por qué del ajuste de la del Capitán Américo, el motivo de su soledad en ambos casos, los planes de futuro, los hechos del ayer.

Él tan grande y corpulento, ella tan pequeña y efímera, coincidieron una noche entre el gentío y ese día tejieron un hilo rojo que, aún en la distancia, les unirá toda la vida. Sólo tienen que cuidarlo y seguir tejiendo un poquito cada día. 

Los opuestos se atraen, eso decían. Sin embargo no lo eran tanto, en el fondo se parecían; La Principita llevaba toda su vida buscando estrellas y El Capitán llevaba una tatuada en su escudo que lo cuidaba y lo protegía. El Capitán, sin embargo, buscaba salvar a gente de los monstruos de la vida. Desde que la vio por primera vez se dio cuenta de que a ella le perseguía uno constantemente, monstruo que desapareció desde el momento en que supo que él siempre la protegería.