martes, 20 de octubre de 2015

"PARAVIDA"

De la red

Paseando una tarde lluviosa por una calle cualquiera, llamó mi atención un paraguas que se vendía a precio de saldo.

Una gota aislada me dio la señal, pegué un brinco y en cuestión de minutos me hice con él.

De repente un trueno hizo temblar el suelo y sin saber cómo ni por qué, me elevé, primero unos metros y después unos kilómetros, del asfaltado suelo.

Mis piernas descansaron, pero mis brazos tuvieron que tensarse para sujetarse bien fuerte al paraguas abierto, que en cuestión de segundos cambió de profesión: ahora le tocaba ser mi salvavidas.

Desde ahí arriba, la visión de los tejados tan imperfectos contrastaba con la perfección de las carreteras y autopistas, y no pude evitar cuestionarme dónde prefería aterrizar.

Los tejados son complejos, los construyen con entramados inamovibles en el tiempo, pero se van desgastando y aunque no lo parezcan, algunos son frágiles por dentro. Además están llenos de antenas puntiagudas, de nidos de palomas con huevos de sus crías, y no quisiera ser yo la culpable de que no nazcan esas palomitas.

Las carreteras, sin embargo, son vastas, lisas, largas y muy bien definidas. Pero corro el riesgo de que me atropelle un camión cargado de cactus importados desde algún desierto lejano y terminar con púas adheridas a mi piel para el resto de mi vida.

Por lo que ...cierro los ojos y decido seguir viajando, que las corrientes de aire fabriquen mi cama y que las plumas sueltas de los pájaros formen mi edredón. Adoro el silencio que se respira allí arriba, me nutre el vacío, la nada, la luna, el sol...

Fuiste un paraguas, fuiste un paracaídas, hoy te cambio el nombre y te llamo desde ya mi paraVIDA.



domingo, 11 de octubre de 2015

EXPERIMENTO


Di la vuelta a la esquina y una vez más estabas ahí, esperando mi llegada.

Una ráfaga de viento que se escapó de un huracán lejano llegó hasta el callejón y me levantó un poquito la falda. Yo me asusté e instintivamente dibujé sobre aquella pared grisácea el gesto de protegerme, del viento y de ti.

Sacaste de tu chistera, como si de un mago infantil se tratara, un ramo de flores que duplicó su tamaño según se acercaba a mi persona. Daba la impresión de que él crecía a la vez que yo disminuía.

Terminé viendo desde el suelo la inmensidad de todo lo que me rodeaba, de repente me quedé sin voz, noté cómo me creció un gran rabo y comencé a andar a cuatro patas. Desarrollé el olfato de tal forma, que podía distinguir el precio de cada tipo de queso en aquella famosa carnicería que quedaba a unas cuantas manzanas de allí. Quise huir, pero fuiste rápido y...

...me hipnotizaste con el aroma de tus flores. De repente volvieron los recuerdos y fui feliz por un instante al vislumbrar los fotogramas de la película de nuestra vida anterior. 

Pero también sentí los pisotones que me diste al no verme ahí abajo, las caídas desde tu lomo debidas a la gran velocidad a la que viajaba tu vida, el esfuerzo que hice para deslumbrarte esa noche y lo poco que valoraste el gesto...

Me acerqué a tu oído y susurré unas palabras. Tú cerraste los ojos y tragaste saliva con bastante dificultad.

Mientras me alejaba por el callejón sujetándome la falda, me dije que hacía bien, que me lo habían mostrado, que estaba científicamente comprobado que una ratita de laboratorio como yo nunca sería feliz compartiendo sus días con un elefante africano de la sabana. Más que por la diferencia de culturas, por el tamaño de nuestro cuerpo, pero sobre todo, de nuestra esperanza de vida.