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De la red |
Mariquita Díaz buscaba casa. Llevaba meses viajando y probando plantas, lo curioso es que terminó viviendo en un cardo borriquero, lugar con mala fama, plagado de pulgones, piojillos e insectos zapateros.
Lo primero que le atrajo fue el suelo lleno de pinchos, al llegar a casa masajeaban gratuitamente sus pies doloridos.
Lo segundo fue la zona donde estaba situado, tierras húmedas, nitratos y nitritos, la idea de poder darse un baño en primavera y la abundancia de polen de avellanos, hizo que se sintiera mejor de lo que se sienten las princesas en su palacios.
Mariquita Díaz era muy apañada, construyó ella sola las paredes y el tejado, alzó los muros, montó el cableado, alicató el baño y pintó sus propios cuadros.
Con la llegada del buen tiempo se planteó ser madre soltera. Dicho y hecho, se inseminó en una clínica, puso ciento cinco huevos y se mantuvo a la espera.
La duda más grande le vino después: todas serían Mariquitas Díaz y quizá no podría distinguirlas. Así que se puso manos a la obra y según iban naciendo les pintaba motas finas o gordas.
Con el otoño llegó su vejez, y desde su cardo borriquero pudo observar que educó a sus hijas para que vivieran dentro de la sencillez. Respiró profundo, sonrió por dentro, cerró los ojos y finalmente se dijo: "Creo que después de todo lo he hecho bastante bien".
Ni ellos mismos recuerdan cómo llegaron a ser amigantes, pasaron de ser líneas rectas a ondulaciones simétricas acompasadas como notas musicales con el paso del tiempo o quizá por el exceso de movimiento, quién sabe.
Él no tiene casa, es como el humo que detectas a distancia, se mete en tus pulmones y juega al veo veo en cada uno de tus rincones. De esta forma ha ido encontrando objetos perdidos, les ha puesto edad, estado civil, precio, nombre y apellidos.
Ella es como un río que se sabe dónde nace y dónde muere, de esos que forman meandros, dejan sedimentos y crean afluentes. Le gusta enraizarse sin quedarse, por eso necesita que las puertas tengan siempre las ventanas abiertas.
El humo se sublima una vez al día, el río se solidifica cuando él la avisa, juntos forman un pastel de chocolate y nata crujiente al que todos los ojos lo desean pero no se le puede hincar el diente.
No se sabe el por qué, qué los impulsa a ello o cuál es el fin. Los amigantes son parejas extrañas que normalmente no veis, pero por si tenéis curiosidad estad atentos, se sabe que el suceso siempre pasa a las seis y dieciséis.
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Recuerdo que me situé allí después de llegar volando, posándome muy despacito sobre los escombros que alguien había tirado. Mis pies sufrían y echaban de menos el asfalto, pero eran mis ojos los que lloraban a gritos por no poder ver lo simple, lo cotidiano.
Y es que desde aquel punto de vista todo era diferente: los cuerpos no eran de carne, los coches no tenían ruedas, los perros iban sin collares y los sentimientos tenían forma y piernas.
Pude diferenciar fácilmente a la angustia pasajera, que distaba bastante de la que se incrusta y no te deja. Su silueta se parecía a una mancha de café esparcida, con bordes asimétricos, interior oscuro y un poder extra que le permitía pegarse a las espaldas descubiertas. Eso sí, la angustia pasajera no es fiable, tiende a taparte los ojos y a presionarte el pecho y cuando te vas acostumbrando te deja y se va con otro tipejo.
La tristeza arrastraba su cuerpo e iba dejando un rastro de baba con el que escribía mensajes subliminales. Quien tenía la mala suerte de resbalarse y empaparse se sumía en un estado de subliminitis cuyo principal síntoma era un llorar parecido al que te provocan las peores conjuntivitis.
Pude ver que la alegría andaba por ahí bailando y saltando. A cada paso que daba angustia que despegaba, a cada brinco que hacía subliminitis que desaparecía.
Y por último vi al amor. Lejos de lo que yo imaginaba resultó ser un cuerpo lleno de cuerpitos que se dispersaban y llegaban a todas partes, porque el amor es silencioso, tranquilo, tapa huecos y llena vacíos.
Entendí entonces la simpleza de lo trivial, todo son mensajes encriptados para decirnos que quizá estar en el ángulo muerto debiera ser nuestro estado natural.
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Anoche soñé que tenía seis brazos, aunque más que extremidades parecían tentáculos.
Me servían para sujetar bandejas, colgar bolsas o ponerme mi extensa colección de anillos caros, sin embargo pasado un rato comenzaron a pesarme, y todo lo cogido antes se vertió por el desagüe.
En un determinado momento me lancé a una piscina y comencé el aleteo, se creó un efecto turbina y desaparecí entre mis treinta dedos. Puede parecer inverosímil, imposible o incierto, pero hay que recordar que esto no es más que un simple sueño.
Cuando quise abrazar a mi chico lo intenté haciéndole un gesto, con tan mala suerte que uno de mis brazos le presionó el cuello. Lejos de querer probar la dulzura de los otros cinco, me miró con espanto y pegó un brinco. Tan alto saltó que del sueño salió.
Empecé a preocuparme porque no le veía ninguna ventaja a mi nuevo cuerpo físico, más que beneficios me estaba provocando pesadillas dentro de lo onírico. Estaba valorando cortarme cuatro brazos con la ayuda de un cuchillo cuando lo vi todo mucho más claro: si tienes la suerte de poseer más de un tentáculo, fíjate en el pulpo.
Solo hay que aprender a cambiar los actos humanos por hechos octópodos y pensar que, sobre todo si te sientes pequeño, poseer ventosas es el principal requisito para dominar los sueños.
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Y de repente el mundo desapareció bajo tus pies y te quedaste flotando en medio de la nada, más o menos estable gracias a las fuerzas planetarias de aquellos hogares que ahora te parecían viables por la forma, pero inalcanzables por la lejanía.
Te diste cuenta de la necesidad de los abrazos, del significado de los besos, de la importancia de las palabras. Todo recobró un sentido en el mismo momento en el que ese "todo" desapareció sin decir nada.
Entraste en un estado de inconsciencia que te trasladó a un hecho puntual: el día de tu nacimiento, la primera bocanada de aire que penetró en tu cuerpo, la sensación de que un corazón nuevo se volvió loco de alegría ante tanta incertidumbre que estaba por venir. Pero sobre todo recordaste el sentir, cómo cambiaba tu piel con el tacto, los miles de nervios activados gracias a unos pocos centímetros que, así como si nada, entraban en contacto.
Allí, confinada, aprendiste el verdadero significado de esa palabra. Ahora sabes que existe el silencio, pero ese silencio que duele, el que se mete en el cerebro y rebota entre los huecos.
Y echaste de menos, echaste muchísimo de menos tener algo que decir aunque fuera impertinente o molesto, porque te quitaron también la voz terrenal y solo emitías de vez en cuando un chillido interestelar.
No obstante, sigues esperando una respuesta, la vuelta a casa o a otro planeta. Has pensado tanto, que ahora sabes que lo importante no es el sitio, sino las personas que lo habitan y que allanan el camino.
Aquella gota de agua me contó, a través del aire, una serie de historias encriptadas que miradas con lupa, podrían llamarse únicas.
Parece ser que dentro de las tuberías existe un mundo paralelo, hay animales, hay plantas, vidas mayoritariamente corrientes que pasan deprisa y acaban en muerte.
Pero lo que no sabemos es todo lo relativo a sus sentimientos. Las gotas se lloran a sí mismas, es decir, si lloran mucho, se vacían. Por eso tienen un carácter tan complicado, tienden a guardárselo todo y a engordar átomo tras átomo.
Cuando ríen no suenan carcajadas, pequeñas burbujas encadenadas comienzan formando una fila y, después de un rato, un mar de espuma aparece simulando ser la crema esponjosa de un dulce helado.
En lo que al amor se refiere tienen costumbres autóctonas: no se casan con nadie, pero si se comprometen sufren una metamorfosis tan dolorosa que se convierten en fango por un tiempo. Si logran purificarse de nuevo, ya lo tienen hecho.
Las historias contadas pueden ser cuestionadas. Al fin y cabo las gotas no hablan, solo saben comunicarse a través del aire, como escupiendo palabras...
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Me hice un nudo un día y al intentar respirar por la boca el aire tal como entraba, salía. Al no oxigenar bien los pulmones, oía gritos internos que pedían desesperados que pusiera todo en orden.
Intenté des-nudarme sin quitarme la ropa, me froté con aceite, me afiné en exceso y al ejecutar un brinco hacia atrás, mejor dicho, un espectacular salto mortal, mi cuerpo se liberó del nudo al que llamé Jonás.
Jonás resultó estar repleto de miedos: pequeños bichos blanquecinos con patas que cuando se sentían a gusto se multiplicaban.
Lo aislé en cuarentena, eso sí, le daba de comer todos los días porque observar cómo lo hacían era impresionante, cada miligramo de pánico que les administraba los hacía crecer media tonelada.
Y llegó el momento en el que no tenía espacio en casa y tuve que abrir las puertas y las ventanas. El nudo que me oprimía antes por dentro ahora lo hacía desde fuera y sin miramientos.
Por suerte un vecino amable se dio cuenta de mi problema y me puso sobre la mesa una posible tregua. Dejé de alimentar a Jonás y los miedos se fueron muriendo, era tan simple y tan llano que no había sabido verlo.
No obstante, lo guardo en una pequeña jaula a tamaño nudo de pelo largo, porque tener un poco de miedo a veces es bueno, e incluso necesario.