De la red |
Mis ojos se clavaron en tus manos, esas que muestran el paso del tiempo tan bien aprovechado con solo tocarlas.
Me traías una flor en medio de este invierno. Sonreí.
"Es una flor chiquitita y frágil como tú", dijiste. "Cuídala, es para ti".
La cogí con mucha delicadeza y me la guardé en el bolsillo del vestido azul tan vaporoso que vestía ese día.
El camino hasta casa resultó ser muy especial, de repente las nubes se esfumaron del cielo dejando solo un áspero recuerdo y un rayo de sol obstinado, tocándome en el hombro para avisarme, se empeñó en acompañarme allá donde fuera. Tuve que ponerme la mano de visera porque me iba chocando con los viandantes, curiosamente, nadie se enfadaba, todos sonreían y me dejaban pasar como si de una princesa de cuento se tratara.
Al mirar hacia atrás me di cuenta de lo que sucedía, pisara el adoquín que pisara, como por arte de magia, desaparecía. En su lugar brotaba un pequeño bosque con su flora y su fauna autóctona, un ecosistema independiente, lleno de luz, de color verde, saturado de vida.
Llegué a casa y coloqué a mi flor en un pequeño jarrón junto a la ventana, la regué con mucha agua fresca y la rodeé de detalles: jabones artesanales, cajas de música, libros esenciales y mariposas hechas de papel tan reales, tan reales, que por momentos parecía que iban a volar por el aire.
Y así se consiguió el equilibrio, era pasar y verla allí tan radiante, que me recordaba de inmediato a bosques, a sonrisas, a olores frescos y a las manos de alguien que un día la arrancaron de su tierra para que empezara a formar parte de la mía.