De la red |
Resultó que la suerte tenía nombre y apellidos, prefirió guardar el anonimato conmigo porque no se fiaba de alguien que caminaba mirándose los pies, o más bien, los tobillos.
"Me cuesta mirar hacia el cielo porque por ahí arriba vuelan pájaros, hacen nidos y grajean los cuervos", dije yo.
Eso no es excusa, por el suelo reptan los gusanos, saltan las pulgas sin dueño y a primera hora de la mañana la humedad lo cubre todo con una capa fina de falsos sueños.
"Pero gracias a mi postura te encontré, estabas tan escondida que sólo mirando hasta el fondo pude distinguir tus escurridizas patitas. Estoy muy convencida de que has sido una serendipia en mi vida".
Y entonces brotó una lágrima de su afortunado ojo clínico, llevó sus dos brazos hacia la espalda y se apretó a sí misma como lo haría un auténtico ser vivo.
Es curioso, pero al tenerla tan cerca sentí que estaba sobrevalorada, la suerte es pequeña, delgada, frágil, se la hiere fácilmente y huye si se siente presa. Más o menos es el espejo de la persona que la mira, un reflejo, una indirecta, una palabra abajo y otra arriba.
Mi suerte y yo convivimos juntas en perfecta armonía, la cuido, me cuida, le doy abrazos y a cambio ella me obliga a levantar la barbilla cada día.