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De la red |
Llevaba un tiempo sintiéndose mareada, a ratos el mundo que ella veía daba vueltas, lo que antes estaba arriba ahora estaba abajo y como curiosidad destacar que últimamente, cuando descansaba, lo hacía en posición de ovillo, y descubrió que estaba de un calentito...
Comía poco, bebía agua, tenía sueños repetitivos en los que volaba. De repente le crecían unas alas inmensas con colores chillones que le costaba dominar al principio. Pero a eso de las cuatro de la madrugada ya planeaba, no proyectos futuros, sino que sentía cómo el aire la sujetaba con sumo cuidado, besaba su boca y limpiaba su alma.
Su malestar aumentó, fue consciente de quién lo producía una mañana al cruzarse con él cuando salía de la cafetería. Su corazón empezó a propinarle martillazos a su pecho, se ahogaba por momentos y un pinchazo muy certero aparecía en medio del pendiente de su ombligo, obligándola a curvarse hacía el suelo, sin poder levantar la vista para grabar en su mente el color de sus ojos prohibidos.
Decidió ir al doctor, la examinó con paciencia y le preguntó el motivo de su ligera levitación.
¡Ella ni siquiera lo había notado! ¡Era cierto, no pisaba el suelo, ahora entendía las miradas curiosas cuando bajaba las escaleras velozmente sin dar ningún respingo!
"Todo empeora cuando me cruzo con él", fue decir estas palabras y el Dr lo tuvo claro, le mandó hacer una radiografía y aguardar un ratito en una sala de espera que tenía las paredes en colores claros.
Diagnóstico: Síndrome de purpurina.
Entonces las vió, cientos de mariposas volaban dentro de ella. Por eso levitaba, por eso se mareaba, por eso tenía sueños en los que planeaba, por eso no podía mirarlo a los ojos aunque su deseo era grande, resulta que sin haberlo buscado estaba enfermizamente enamorada.
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Cuéntame una vez más la historia de la niña que soñaba con ser poeta. De cómo escribía en las paredes de su casa dejando desde muy pequeña su huella y su firma. De cómo le ataron las manos a la espalda para que dedicara su tiempo libre a otras cosas más provechosas, de cómo la apartaron de sus sueños y fantasías y la plantaron a la fuerza en medio de un mundo que ella no entendía.
Se movía con pies de plomo entre el bullicio y las malas caras matutinas, los días se le hacían grandes y las noches muy pequeñitas. Ese no era su sitio y ella lo sabía.
Una tarde aprovechó un descuido y se fugó, después de pasar muchas horas sentada en un banco mirando a la gente empezó a comprenderlo: su labor era estar arriba, mirar sin ser vista, aportar sin recibir sueldo o pensión, dedicarse a imaginar su mundo perfecto lejos del caos y de la imperfección.
Se mudó a las nubes, construyó una cabaña, por el día cerraba las puertas y ventanas y al llegar la noche, después de cenar ligero, se sentaba a pescar estrellas varadas. Llegaban hasta ella brillando con dificultad, las auscultaba, las pulía, vendaba sus picos heridos y, con mucho mimo, curaba sus heridas y les daba jarabe para la tos lunar.
Después de unos días de reposo las convencía para volver a lucir. Ella sabía que tenían miedo pero las empujaba con un ligero toque en su espalda sin que se dieran cuenta y en cuestión de segundos empezaban de nuevo a brillar.
Las organizó en una constelación especial, una tras otra, a una distancia predeterminada y sabiendo que todas eran antiguas estrellas varadas que hoy en día centelleaban más que nunca porque tenían unos hilos invisibles que las protegían de los agujeros negros y de las supernovas despistadas.
La niña que un día quiso ser poeta, terminó siendo titiritera de estrellas, de las que están lisiadas, de las que tienen traumas, de las que cuentan historias, de las que nunca se apagan.
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Aquella noche se fue la luz. De repente la oscuridad lo era todo y tuvimos que hablar más de la cuenta para poder situarnos en ese espacio desconocido, sin recovecos o esquinas donde escondernos.
Lo que empezó con un grito, acabó con besos en la boca. No existía la necesidad de cerrar los ojos, pero sin querer, ellos lo hacían. Siempre he mantenido la certeza de que así se diferencia el amor del deseo, el amor se siente por dentro, el deseo sólo llega a las afueras.
Los sonidos se amplificaron y las palabras que me decías las imaginaba como nubes de algodón flotando por el aire dándose la mano y comiendo golosinas. ¡Sonaban tan bonitas!
Pero la luz volvió, y con ella la realidad. Esa rutina que nos ciega la mirada y no nos deja palpar la piel o ponerle el acento a la sílaba adecuada.
Voy a sustituir las bombillas por piñatas, así cuando anochezca, la penumbra nos ayudará a romperlas. Cogeremos lo que se desparrame por el suelo y llenaremos hasta los bordes nuestros cofres de pequeños tesoros con derecho a compartirlos.
Las mañanas serán así más luminosas, los ojos sufrirán dolores extremos, pero el corazón latirá desbocado al descubrir que lo que se vivió por la noche fue realidad, no sólo un sueño.
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Si las ovejas supieran que la lana que alguien esquila de sus cuerpos cada primavera está destinada a formar ovillos, cargarían con el peso de su cabello hecho rastas y fumando sustancias ilegales, mientras que sus conversaciones banales no pasarían de beees en español e inglés.
Si las moscas pudieran comprender que nos hacen cosquillas al posarse sobre nuestra piel, irían volando a comprarse zapatos con tacones muy altos, a ver si así notamos más sus pisadas y las espantamos a puñetazos con un motivo serio entre las manos.
Si la vida pudiera ser leída de antemano, se evitarían muchos disgustos, muchas riñas y muchos infartos. Pero dejarían de verse las caras de sorpresa ante lo inesperado, el brillo de los ojos de los niños frente a los regalos y la palabra adrenalina desaparecería de nuestro vocabulario.
Si las cuerdas perdieran de repente la capacidad de hacer nudos a diestro y siniestro, podrían servir para unir sin ataduras, el mejor de los compromisos, la de estar juntos porque se quiere, sin papeles ni banquetes.
¿Y si las ovejas pudieran volar como las moscas, y las moscas supieran de su breve vida, y la vida se dejara de ataduras y de cuerdas y las cuerdas estuvieran hechas de lana blanca y fina?
Pues las ovejas nos harían cosquillas con sus patitas y reiríamos a carcajadas, las moscas fumarían nuestros cigarros y beberían nuestro alcohol, las cuerdas dejarían de ser cuerdas y se volverían hilos de hilvanar y la vida sería mucho más alegre, pero sobre todo, mucho más sencilla y en ocasiones, más banal.
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Hoy me ha dado por recordar mi infancia, cuando no era más que una vulgar astilla que formaba parte, junto a otras miles de astillas, de aquel pino que se alzaba orgulloso en el bosque de la parte de atrás.
Las conversaciones allí se volvieron monótonas, fueron 102 años hablando sobre plagas, humedades o el destino que nos esperaba a la vuelta de la colina.
Las más osadas aspiraban a adornar algún palacio de la Corte Real, sin ser conscientes del todo de que nunca serían libres porque para ser una cómoda de esa categoría la madera estaría prensada, lacada o barnizada. Además, en esos casos, se corre el riesgo de que te toque el lugar situado en la esquina más escondida del cajón: serías para siempre la astilla artificial que sostiene al tirante de un sujetador.
Las que no se esforzaban en los estudios, sabían que solo podían aspirar a ser palillos. Pulidos al milímetro, con puntiagudas formas en sus extremos que harán imposible eso de andar. Su labor será sencilla: pinchar, soltar, tirar.
Las aventureras soñaban con llegar hasta las ferias, formar parte del palo largo y grueso de las manzanas caramelizadas era encontrarle el sentido a todas las noches de lluvias, granizos, vientos, babas de caracoles o peludas patas de arañas.
Sin embargo yo era una incomprendida, evitaban mirarme a los ojos cuando decía que solo quería ser una cerilla. Lo conseguí y ahora lo puedo afirmar: fue la mejor decisión que pude tomar, todo mi ser lo conforma una sola astilla y me aportaron un cerebro artificial que además de adornar, me ha servido para valorar en su justa medida la vida.
Hoy, solo quedamos tú y yo en esta caja de cartón y la habitación que nos rodea está llena de velas esperando a que llegue el amor. Abrázame, fundámonos, antes de ese momento quiero sentirlo yo. Sólo después podremos preparar nuestros cuerpos para dejar de ser de una vez simples astillas y empezar a sentirnos libres como lo son las cenizas.
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Tengo un escondite secreto donde las voces ajenas no llegan, donde el silencio ocupa todo el espacio, donde me limito a mirar a la nada y a sentir la no presencia.
Allí no existe el miedo, las angustias o los imposibles, resulta ser el sitio adecuado para expresarte y saber que eres escuchado sin que te juzguen, empiezo a pensar que los oyentes de ese tipo deben de ser de otro planeta, porque aquí no conozco a nadie que no te mire y no te plante la etiqueta.
Suelo ir por las noches, así es más fácil moverse por las carreteras. Además, la luz de la luna me ilumina y durante unos minutos adopta la función de guía que tanto le gusta y le motiva.
Es curioso, pero al llegar noto que mi sangre deja de circular, es como si muriera por un instante, como si allí fuera todo tan fácil que sobra hasta respirar. También he descubierto que las lágrimas se convierten en diamantes, por lo que estoy rodeada de brillo natural.
De repente mi boca se mueve, hablo, cuento, relato, narro, voy entonando los sonidos y en ocasiones desafino, un nudo en la garganta se me ha formado. Pero muevo la cabeza de un lado a otro y como por arte de magia, trago y resulta que se ha esfumado.
Me atrae mi escondite porque nada malo puede pasar, porque allí el dolor es efímero, porque lo feo nunca llegará, porque allí estoy sola queriéndolo estar, porque el silencio es tan profundo que por momentos me siento como si estuviera en el fondo del mar.
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Soy unos metros de tierra infértil en medio de La Huerta murciana, soy el color rosa en las fotos en blanco y negro, soy alta para los niños, soy pobre para los ricos.
Tengo ganas de tener sueños, de vivirlos en primera persona y tocarlos con los dedos. Quiero SENTIR hasta quedarme en los huesos, de esa forma tan romántica que ya se ha olvidado y en la que yo me instalé hace tiempo.
¿Dónde se fueron las historias de cuento? Esas que contaban lo que alimenta al ser humano: el cariño, los "te quiero", las pompas de jabón volando por el cielo, las manos entrelazadas, los silencios que lo dicen todo, los abrazos rompecostillas, los besos a diestro y siniestro...
Necesito volver atrás, borrar los últimos capítulos de mi historia y rehacerlos. Creo que a la protagonista le voy a cambiar la ropa y a teñirle de azul el pelo. Así será más consciente de que importa a mucha gente, de que le ofrecen amor, sólo debe estirar la mano y recogerlo.
Hoy puedo decirlo: si la necesitas, te daré agua, aún en medio del desierto. Pero tendrás que arrastrarte por la ardiente arena hasta llegar a mis manos, si lo único que quieres es saciar tu deseo.