De la red |
Cuéntame una vez más la historia de la niña que soñaba con ser poeta. De cómo escribía en las paredes de su casa dejando desde muy pequeña su huella y su firma. De cómo le ataron las manos a la espalda para que dedicara su tiempo libre a otras cosas más provechosas, de cómo la apartaron de sus sueños y fantasías y la plantaron a la fuerza en medio de un mundo que ella no entendía.
Se movía con pies de plomo entre el bullicio y las malas caras matutinas, los días se le hacían grandes y las noches muy pequeñitas. Ese no era su sitio y ella lo sabía.
Una tarde aprovechó un descuido y se fugó, después de pasar muchas horas sentada en un banco mirando a la gente empezó a comprenderlo: su labor era estar arriba, mirar sin ser vista, aportar sin recibir sueldo o pensión, dedicarse a imaginar su mundo perfecto lejos del caos y de la imperfección.
Se mudó a las nubes, construyó una cabaña, por el día cerraba las puertas y ventanas y al llegar la noche, después de cenar ligero, se sentaba a pescar estrellas varadas. Llegaban hasta ella brillando con dificultad, las auscultaba, las pulía, vendaba sus picos heridos y, con mucho mimo, curaba sus heridas y les daba jarabe para la tos lunar.
Después de unos días de reposo las convencía para volver a lucir. Ella sabía que tenían miedo pero las empujaba con un ligero toque en su espalda sin que se dieran cuenta y en cuestión de segundos empezaban de nuevo a brillar.
Las organizó en una constelación especial, una tras otra, a una distancia predeterminada y sabiendo que todas eran antiguas estrellas varadas que hoy en día centelleaban más que nunca porque tenían unos hilos invisibles que las protegían de los agujeros negros y de las supernovas despistadas.
La niña que un día quiso ser poeta, terminó siendo titiritera de estrellas, de las que están lisiadas, de las que tienen traumas, de las que cuentan historias, de las que nunca se apagan.