De la red |
Necesito la sencillez a mi alrededor tanto como respirar, sin embargo lo complejo va por dentro. Cuestión de equilibrio.
A menudo imagino cómo debe ser la vida de las piedras desde el momento inicial en el que adquieren esa categoría y empiezan a tener nombre.
Esta nació en el fondo de un océano, pesó casi cinco kilos y sus primeros años se la veía redondita, rosada, rodaba al compás que marcaban las mareas, se divertía deslizándose a través de las olas y consiguió hacerse entender con la fauna marina a pesar de poseer una voz grave que asustaba a los caballitos de mar y provocaba escapes de tinta en algún que otro calamar.
Tras un tsunami inesperado y tras la consabida pérdida de conciencia provocada por la situación, despertó en la colina de una montaña donde descubrió lo ardiente que podía llegar a ser el sol en los meses de verano y lo agresivo que era el viento cuando se juntaba con la lluvia durante los largos inviernos y las temporadas de monzón.
La erosión hizo su trabajo y el tiempo, como si de un experto contorsionista se tratara, la moldeó a placer. Ambos decidieron la forma que adoptaría una noche hablando entre secretos, restaron centímetros de aquí y de allí, pulieron las esquinas y dejaron al descubierto su escondido corazón.
La sencillez apareció debajo de tantas capas de piedra caliza, solo hizo falta tiempo, rodaje, experiencias y exponerse a la vida para irse desprendiendo de lo que sobraba y para cambiar el artículo indeterminado: una piedra, por el determinado y con mayúsculas: La Piedra.