jueves, 25 de agosto de 2016

PIEDRAS

De la red

Necesito la sencillez a mi alrededor tanto como respirar, sin embargo lo complejo va por dentro. Cuestión de equilibrio.

A menudo imagino cómo debe ser la vida de las piedras desde el momento inicial en el que adquieren esa categoría y empiezan a tener nombre.

Esta nació en el fondo de un océano, pesó casi cinco kilos y sus primeros años se la veía redondita, rosada, rodaba al compás que marcaban las mareas, se divertía deslizándose a través de las olas y consiguió hacerse entender con la fauna marina a pesar de poseer una voz grave que asustaba a los caballitos de mar y provocaba escapes de tinta en algún que otro calamar.

Tras un tsunami inesperado y tras la consabida pérdida de conciencia provocada por la situación, despertó en la colina de una montaña donde descubrió lo ardiente que podía llegar a ser el sol en los meses de verano y lo agresivo que era el viento cuando se juntaba con la lluvia durante los largos inviernos y las temporadas de monzón.

La erosión hizo su trabajo y el tiempo, como si de un experto contorsionista se tratara, la moldeó a placer. Ambos decidieron la forma que adoptaría una noche hablando entre secretos, restaron centímetros de aquí y de allí, pulieron las esquinas y dejaron al descubierto su escondido corazón.

La sencillez apareció debajo de tantas capas de piedra caliza, solo hizo falta tiempo, rodaje, experiencias y exponerse a la vida para irse desprendiendo de lo que sobraba y para cambiar el artículo indeterminado: una piedra, por el determinado y con mayúsculas: La Piedra.

martes, 9 de agosto de 2016

LECCIÓN DE VIDA


De la red

Subí tan alto que conseguí tocar las nubes con la punta de los dedos y estaban tan frías que se me congeló el sentido del tacto. Desde entonces no se producen cambios en mi cuerpo cuando acaricio, cuando rozo o cuando señalo con el dedo índice a un señor que lleva pantalones rosas y morados.

Comencé a perder el gusto un día al comer marisco, mi estómago me pedía carne y al defraudarlo o intentar engañarlo, cogió sus maletas y se fue a vivir al sótano de un restaurante vegetariano.

Mi tacto y mi gusto coincidieron una noche en un callejón oscuro. Tacto iba dejando un rastro de piel y gusto una baba gelatinosa, al juntarse formaron una especie de charco que comenzó a agrandarse ayudado por la lluvia que caía y empezó a inundar las calles, se vertió por las alcantarillas y se quedó esperando tranquilamente en la mayor parte de las tuberías.

Desperté esa mañana con un ligera sensación de melancolía, me dolían las neuronas, los glóbulos rojos, las hormonas arrastraban sus axones y no se conectaban cuando yo se lo pedía. 

Bajé a los infiernos y allí permanecí unos días a oscuras. Hasta que un famoso terremoto sacudió los cimientos de las casas y las gotas empezaron a salir de las cañerías, se esparcieron por todo mi cuerpo y recuperé las dosis que necesitaba y no tenía.

Fue así como aprendí que los temblores provocan catástrofes en la superficie, pero asientan y regulan los interiores de pequeños y mayores.