Olvidé el paraguas en el armario y al salir a pasear, un nubarrón compacto y enrevesado se posó sobre mí.
Mis ojos alzaron la vista y si no hubiera sido porque no creo en el más allá, juraría que se mostró ante mí una cara, no obstante, desconocida. Su gesto era de persona seria, su entrecejo estaba fruncido, las arrugas en su piel dibujaban ríos serpenteantes infinitos.
Comencé a notar que caían gotas a mi alrededor, gotas gordas, con tal cantidad de agua como para llenar una cuchara de las de comer sopa. La primera que me alcanzó cayó en la cabeza, era fuerte, salió de mí un ¡ay! e instintivamente busqué refugio con la mirada.
Pero empecé a sentir una especie de adormecimiento interior que me paralizó y me obligó a quedarme quieta. La voz de una gota, suave, fina, tranquila, me transmitió el siguiente mensaje: "lo que ves está maquillado, coge el algodón y limpia".
Mi cara debía de ser un poema. Pero no pude pararme a pensar porque inmediatamente cayó la segunda: "Puedes, con esto y con más".
¿A qué se refería?.
La tercera: "No estás sola"
Y siguió un chaparrón durante el cual cientos y cientos de vocecillas hablaban, se mezclaban diferentes timbres de voz, tonos más graves o más agudos, palabras encadenadas que no conseguía descifrar, pero me quedé con lo importante: transmitían un mensaje optimista, la certeza de que encima de esas nubes, las gotas por las mañanas al despertar, aún sabiendo que su vida acabará en cuestión de horas, tienen la buena costumbre de sonreír y de guiñarle un ojo al sol.