De la red |
Una vez que he certificado que no pertenezco a este mundo, sino a ese otro donde habitamos todos los que nos consideramos extraños y renegamos de esta normalidad impuesta a base de pantallazos, relataré mi forma de ver la vida.
Mirarte de frente, me produce un colapso, cientos de estímulos atraviesan mi cerebro y en milésimas de segundo tengo que analizar con qué cosa me quedo. Normalmente, llega la pureza de tu esencia, el rubor o el nerviosismo, pero yo lo traduzco como inocencia, deseo, candor y ganas de ser tú mismo.
Posar la vista en el mar me provoca mil y una sensaciones. Imagino que soy una gota de agua salada intentando formar parte de un espacio más acotado. En la inmensidad no soy nada ni tengo futuro, en un charco de barrio pobre sería un punto brillante con traje de neopreno, destacaría por mis curvas, por mi inteligencia y por todo lo vivido. Esa sería una buena vida y no estas repetitivas corrientes marinas.
Cuando me fijo en algún insecto observo la fortaleza de sus patas. Un buen movimiento del trocánter denota un buen futuro inmediato, un fémur largo y una tibia robusta indican largas caminatas, tener la uña cuidada es el detalle más fino al que se dirige mi mirada.
Al mirar la copa de los árboles, me sobreviene la nostalgia. Yo hablaba con vosotros mucho antes de que fuera tendencia abrazaros tanto. Ahora ya no escucháis mis palabras, solo queréis sentir mis manos para intercambiar fluidos a cambio de nada.
Y alzar la vista al cielo es lo mejor de este mundo, me siento parte de él por todo lo que compartimos, nubes que provocan niebla, agua transformada en lágrimas, aire que se vuelve viento. Es curiosa la incongruencia que me produce observarlo: quizá porque no creo, termino creyendo.