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De la red |
Siempre he tenido miedo al agua, aunque domino el arte de desenvolverme entre lo mojado y lo profundo.
Nunca nadé entre peces de colores ni vi arrecifes de coral in situ. He imaginado su textura y sus destellos, he soñado que buceaba sin compañía y que durante los minutos que duraba el descenso yo sentía, nada más y nada menos, simplemente sentía.
Y de tanto sentir cuando estaba dentro, dejé de sentir afuera. No sé si me explico: no notaba el frío del viento, no sabía si comía dulce o salado, no me importaba pisar ascuas o bailar al revés, era solo vivir por vivir, sin pelos de punta ante un descubrimiento, ni juegos nocturnos de manos y pies.
Deseaba quedarme dormida para descarnarme en vida y volver a latir, con cada metro que avanzaba mis piernas crecían, el pelo se ondulaba y mis ojos vidriosos se aclaraban y limpiaban. Es lo que tiene el agua, que se cuela por la boca y es capaz de llegar hasta las entrañas.
Un día limpiando un armario como he dicho antes, sin sentir, apareció mi hada madrina justo a mi lado. Tenía el ceño fruncido, cruzaba las piernas y las movía, porque llevaba allí sentada días y días, eso me dijo, sin que yo hubiera reparado en su presencia. No estaba acostumbrada a ese tipo de recibimiento, es más, como castigo me suprimió dos deseos y sólo me propuso que se me cumpliera a medias el que pidiera, hasta que tomara cartas en el asunto y solucionara lo del sentir aquí en la tierra.
Me quedé dos noches despierta intentando recobrar lo perdido, pero ni con pellizcos en las mejillas despertaba yo de mi mundo onírico. A la mañana siguiente pedí ser una sirena y, como ella me había dicho, se cumplió pero a medias.
Ahora no puedo vivir fuera del agua, pero sigo teniendo piernas.
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De la red |
Valoro los detalles pequeñitos más que cualquier otra cosa en el mundo. Adoro los minutos dedicados, esos en los que te miras a los ojos y de tanto mirarte, hasta quedas grabado.
Respiro a pleno pulmón cuando le dedican un piropo a tu pequeño y secreto don, ese en el que destacas por las noches, cuando la ausencia de ruido del entorno te hace hueco y lo tomas como el mayor privilegio de estar vivo: poder oír el sonido del silencio y ser capaz de ponerle letra a la música que vaga huérfana y borracha por las esquinas.
Recuerdo el momento preciso en el que me regalaste el derecho, por mera coincidencia en el tiempo, de ser el cuerpo de apoyo para aquella mariquita desamparada. La traspasaste de tu mano a la mía y ante el cambio de textura quiso salir volando, pero decidió inspeccionar el terreno pisándome con sus pequeñas patas aunque iba cojeando.
Su color tan rojo, sus manchas en las alas, su frágil cuerpo redondo, pero sus ansias de vivirlo todo... Creo que me recordó a mí misma hace unos años, cuando estaba tan desvalida que me sentía minúscula e insectívora. Hasta que alguien me prestó su brazo como apoyo y empecé a descubrir el terreno nuevo, tierras extensas con caminos angostos en las que llevo ya unos años viviendo.
Sentirte unos minutos u horas a salvo y tener que volver al jardín o a las malas hierbas del campo. Estoy segura de que aquella, nuestra mariquita, quería seguir contando dedos. Me apuesto una de sus antenas a que era, como mínimo, diplomada en magisterio y que sabía leer y escribir los números romanos, que sumaba cifras elevadas y restaba lo sobrante, que te nombraba a Calderón de la Barca, te recitaba poemas de Neruda y que tenía, como mínimo, memoria de elefante.
Me quedo con el maravilloso instante de haberla compartido. Algo que a ojos ajenos pudiera no tener importancia, pero que desde los míos adquirió mucha relevancia.
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De la red |
Aquella mañana desperté siendo gigante, mi cuerpo se salía de la cama, el techo me oprimía las costillas, mis dedos se atoraban en las ventanas. Tuve que derribar puertas y bajar de dos saltos las escaleras, vivir en un quinto piso nunca fue tan cómodo para mis enclenques piernas.
Con la primera bocanada de aire fresco me limpié la garganta, intenté pedir ayuda pero nadie me escuchaba. Pasaba desapercibida siendo tan grande y voluminosa, así que aproveché para darme un baño matutino en el embalse, otro por la tarde en el río y acabé tan cansada de agua, que el nocturno lo cambié por comer al aire libre cerezas de los árboles y membrillos maduros caídos.
Observé que con cada zancada que daba mi tamaño crecía, empecé a salirme de la ciudad y terminé por meter la pata en el país vecino, si no controlaba mis movimientos provocaría terremotos catastróficos, mareas alocadas o tsunamis históricos.
Por lo que opté por el destierro planetario. Con la vista tan privilegiada que tenía del universo elegí el planeta deshabitado más grande que pudiera soportar mi peso y mi tamaño, allí eché raíces y rehíce mi vida con ciertas limitaciones. Eso sí, nunca perdí el contacto con La Tierra...
Resulta que por las noches oía sus ruidos y por las mañanas sus lamentos. Me fui dando cuenta con el paso de los meses que todos cuando andamos vamos creciendo. Y resulta que en ese crecimiento también cuentan los sueños.
La noche previa a despertar como una mujer gigante, soñé tan profundo y tan bonito que crecí de golpe sin previo aviso ni remedio curativo. Al andar en esas circunstancias tan especiales multipliqué el efecto en cantidades industriales. Por lo que mi castigo fue tener el privilegio de cambiar la perspectiva desde donde os veo, el tamaño del planeta y hasta el motivo de mis sueños.