Callo tanto, albergo una mochila acoplada a la perfección en alguna parte de mi, que no se nota, no traspasa, no se mueve.
Me pongo las gafas de sol, de las grandotas y veo la vida pasar: siempre me ha gustado observar a los viandantes, imaginar cómo serán sus días, intentar captar una migaja de lo que son con sólo mirarles a los ojos.
Pero me encuentro con que la mayoría también oculta su mirada, con la excusa de que hace daño el sol, más daño hacen otras cosas, me digo yo, y upss, veo que no predico con el ejemplo.
Estiro una pierna, toco con la punta del pie el exterior, comienzo a formar parte de su mundo y de repente me encuentro envuelta en una espiral sin posibilidad de retorno, corro peligro en cada vuelta, me mareo, me alivio, río, lloro, grito, salto, descanso, me altero, un caos hermoso que consigue que duerma por las noches como un bebé no llorón.
Las etapas sin color me dejan agotada, pintaré al igual que en mis cuadros, figuras extrañas y sin sentido que transmitan algo al que los mira, pero eso sí, con color, mucho color para así tener un motivo para comprender el por qué de las gafas de sol de todo aquel que me mira.