De la red |
Recuerdo haber pasado varias horas haciendo cola sobre aquella cinta transportadora que nos llevaba a todos hacia el mismo lugar. Como si de un trabajo en serie se tratara, piezas de un mecanismo que hay que montar, estábamos quietos y callados, esperando nuestro turno sin quejarnos ni molestar.
Desde lejos pude ver, con cierta dificultad, que nos imprimían en la piel un código de barras que se diluía nada más llegar. Por lo que cuchicheaban a mi espalda llegué a la conclusión de que sería una forma de controlar nuestros pasos, para poder así juzgarnos al final de la vida y decidir sin complejos lo que merecemos, ser recordados o tristemente olvidados.
Al llegar mi turno, me miraron de arriba abajo, fruncieron el ceño y me asignaron un barco de papel con un ancla de corcho pintado a propósito para parecer de hierro.
Si pretendían que lidiara mil batallas con esas armas tan infantiles creo que intuyeron astucia, porque lo que es en logística no invirtieron. Altiva y enfadada, me fui de allí con mi barco bajo el brazo y el ancla arrastrando por el suelo.
Y es curioso, porque con el tiempo lo he comprendido. Mi destino era viajar despacito, sin motores que contaminen ni ruidos que produzcan escalofríos. Así lo he utilizado, cruzando mares aprovechando las corrientes de aire y secando el barco al sol a la vez que reparo sus agujeritos.
El ancla, mi ancla, me enseñó la lección de no quedarme quieta durante mucho tiempo en ningún sitio. La quietud te corrompe, destroza tu aspecto y te mata por dentro, es por eso que la cuido, la limpio y le saco mucho brillo. Un secreto nuestro es que por las noches nos contamos cosas al oído: yo le hablo de mis miedos y fobias y ella me confiesa sueños prohibidos. Después me acuna entre sus ganchos y me consigue calmar, entonces yo le prometo que algún día será tan fuerte que no tendrá problemas, si así lo desea, para aferrarse al fondo del mar.