lunes, 27 de agosto de 2018

DE PESTAÑAS CONGELADAS


De la red


Nunca imaginé que el estado de congelación se contagiara. Solo soy una pestaña larga que nació en el ojo izquierdo de una humilde dama. Gracias a que siempre los tenía bien abiertos adquirí una estilosa curvatura que me ayudaba a tener las mejores vistas durante las mañanas. Pero al llegar las noches censuraba el contacto y empecé a desarrollar escarcha en la puntita, dejé de sentir el viento y una rigidez extrema me paralizó hasta la raíz, esa zona tan íntima.

De repente a mis compañeras les fue sucediendo lo mismo, una reacción en cadena que nos convirtió a todas en una copia exacta de las miles de pestañas congeladas que vagaban por el mundo entero.

Con la poca flexibilidad que me quedaba hice un esfuerzo inmenso para intentar encontrar los porqués, que yo supiera no vivíamos ni en el Polo Norte ni en el Polo Sur, de hecho el sol brillaba cuando salíamos a hacer aquellos tours.

Una mañana temprano la dama se preparó un café, llamaron al timbre y al cruzar la puerta apareció él. Se fundieron en un gran abrazo y fue curioso lo que pasó: el hielo desapareció, durante unos leves segundos fue el fuego el que nos recorrió.

Y se cerraron los ojos y se llenaron de sueños. Y se sintieron seguros y se curaron los miedos. Y por arte de magia se instauró el verano desbancando a patadas al duro invierno. 

Pero fue querer hablar de amor y los dos se congelaron. Yo, como pestaña de dama que soy, comprobé en mis propias carnes cómo fue subiendo el frío, cómo nos paralizó y cómo se apagó el fuego y el torbellino.

Dos personas que son capaces de quemarse y de helarse en cuestión de minutos son los mismos que desean una y otra vez pasar por esos estados tan dispares porque son adictivos y únicos. Mientras tanto nosotras jugamos a la nada, al fin y al cabo no somos más que un puñado de pestañas congeladas. 

jueves, 16 de agosto de 2018

AFICIONES

De la red
Me empeñé en bailar descalza y empezaron a dolerme los pies, quise entonces cantar en silencio y emití unos alaridos tan descontrolados que asustaron a mis amigos y provocaron un pequeño seísmo en mi comunidad de vecinos.

Intenté entonces actuar, pero resultó que un alto porcentaje de los personajes a los que interpretaba se quedaban a vivir en mí y tenía días en los que no sabía si llorar desconsoladamente por haber presenciado el final de Romeo y Julieta o reír a carcajadas por haber representado a una Sor en Sister Act III... entonces la gente me miraba y nunca estaba segura de si querían sacarme una fotografía o prestarme consejos para que me dedicara a artes menos corrosivas.

Alquilé después un local y me puse a pintar, acumulé tantos cuadros sin título que un lunes temprano llevaron a cabo un motín y salieron uno tras otro del estudio en busca de nombre y apellidos. Unos eran grandes, otros pequeñitos. 

Decidí finalmente ponerme a escribir y escribí coreografías que bailaron muchas bailarinas. Escribí canciones románticas y alguna que otra con ritmo de bachata. Escribí también guiones en los que dejé parte de mi piel hecha jirones, después los actores los moldeaban a su gusto y yo desaparecía detrás de la pantalla o del escenario, y con ello regresaba el misterio.

Pero nunca fui capaz de redactar los simples títulos de mis pinturas, creo que tuve miedo de identificarlas con mis sentimientos y no quise correr el riesgo de enseñar más de la cuenta o de contar tan explícitamente lo que es el riesgo.


jueves, 2 de agosto de 2018

PLANETEANDO

De la red



Un día recibí un mensaje y enseguida supe que era distinto: palabras precisas, simple caligrafía, puntos y comas que pausaban mis latidos, ausencia de emoticonos que aportaba seriedad a lo pedido.

Y yo solo esperé a que hubiera una señal en el ambiente, a que mi boca articulara la respuesta, a que se alinearan los planetas que definieran mi destino y quizás hasta mi suerte.

Y esperando se me pasó media vida, con sus cumbres y sus valles, oliendo a mar o a serranía, remendando esos días sin nombre con títulos enmarcados en purpurina.

Hasta que una noche salí dispuesta a colocar el desorden que había en mi cabeza. Tuve dudas, barajé bastantes opciones pero finalmente y con cierta incertidumbre decidí cazar planetas, aunque fuera a trompicones.

Mercurio y Venus se rindieron a mis encantos, al ser tan pequeños y ofrecerles un refrescante helado dejaron de lado al sol y me siguieron como corderos acobardados.

Marte era tan rojo y Júpiter tan gaseoso que por un momento creí haber capturado a un bicho invertebrado con gentilicio "martejupiteriano".

A Saturno fue fácil engancharlo gracias a sus anillos. Urano fue más complicado, apenas tiene luz y se camufló perfectamente entre asteroides y meteoritos. Neptuno por su lado, habita tan lejano, que me costó día y medio identificarlo y localizarlo.

Y aquí me tenéis, pisando La Tierra, a la que tomo como referencia para colocar a mi antojo todos los demás planetas.