Ver mi cama desnuda me provocaba un alto grado de vergüenza ajena, de repente todas las historias y todos los sueños allí sucedidos se mostraban ante mí ruborizados, pude ver cómo la pesadilla de la última noche se ponía un antifaz y en paños menores no sabía ni para dónde tirar.
Los muelles del colchón ya no existían, fueron sustituidos por materiales maleables que no dejaban huella en el cuerpo pero tampoco lo abducía. Los muelles me hablaban a gritos, tenían formas únicas y huecos favoritos, echo de menos las incomodidades antiguas. Quizá echo de más todo lo moderno que facilita la vida.
Desde la ventana veía el canal repleto de agua estancada. Mi ropa blanca tiende a ser pesimista y a estar colgada, dos estados muy propicios para unas sábanas tendidas en Venecia, no les queda otra que estar húmedas o mejor dicho, mojadas.
Por desgracia, una gaviota se ha posado en la cuerda de la derecha y pacientemente ha defecado con toda su grandeza. Esto no tiene fin, me toca volver a lavar lo lavado, a tender lo tendido, a mirar lo mirado y a padecer lo padecido.