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De la red |
Hace ya un tiempo decidí aislarme del mundo extraño que habita allí abajo, donde las obligaciones físicas y mentales me convirtieron en uno de ellos. Rompí las normas, fui estigmatizada y sin el rabo entre las piernas, huí por caminos cruzando arroyos llenos de piedras.
Arriba no se respiraba bien, pero empecé a encontrarle el lado bueno a la falta de oxígeno: dormía más horas y soñaba infinito, adquirí un tono azulado que me daba un aspecto bohemio poco afeminado. A ratos mi visión se nublaba dando paso a alucinaciones que me asustaban un poco al principio, pero después supe controlarlas y llegué a sacarle cuantiosos beneficios.
Había pocos alimentos por lo que tuve que comerme el miedo, la ansiedad y la angustia. Fueron agotándose poco a poco y aunque al inicio eran un poco indigestos, al final me alimentaban lo justito para mantenerme con vida sin tener que tomar ningún caro suplemento.
Como no dejaba de ver bonitos paisajes, la inspiración llegó. Comencé a pintar escenas complejas sobre las rocas, a escribir poemas con rimas asonantes, ornamenté el tronco de un árbol con piedras y purpurina, me maquillé tan delicadamente que me quité diez años de encima y, como por arte de magia, volví a ser una niña.
Y así fue como elegí ser artista, habiendo ido hacia delante buscando mezclada entre la manada, y habiendo tenido la oportunidad de volver atrás en soledad hallando lo que en ese otro mundo no encontraba.
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De la red |
Buceando una tarde bajo aguas cristalinas descubrí un rayo de sol que llegaba hasta el fondo. Su punta final tenía una especie de yema arrugada que acariciaba a los corales marinos provocando tiritonas en cadena que los surfistas aprovechaban encantados antes de regresar con sus tablas a la arena.
Los peces que por allí pasaban se ponían su mejor bañador y se tumbaban encima de algas no urticantes para broncear sus escamas y sus aletas, protegiendo con cuidado sus agallas, porque si estas se quemaran dejarían una imborrable huella.
Las medusas que por allí pasaban se empeñaban en comprar gafas oscuras, pero no cayeron en la cuenta de que no tienen orejas, ni de soplillo ni puntiagudas, donde sujetar el artilugio que oscurecería sus mediodías.
Las estrellas de mar envidiaban a los corales, son tan orgullosas y presumidas que no están acostumbradas a pasar desapercibidas. Estiraban sus brazos hasta donde podían anhelando ser tocadas por la yema arrugada. Lo que no sabían era que la luz además de cosquillas, provoca noches en vela y si te duermes, pesadillas.
Los enormes tiburones se pusieron en fila india enseñando los dientes con orgullo. Un blanqueamiento dental gratuito no iba a ser desperdiciado por los escualos cartilaginosos aunque provocara dolor, quemazón, escozor y hasta lloros.
Como se me acababa el oxígeno, tuve que salir a la superficie de inmediato. Empecé a contar tan contenta todo lo que había visto allí abajo y nadie creyó mi historia por ser demasiado pomposa.
Pero yo sé que fue cierto lo que viví aquella tarde, porque me llevé de recuerdo un par de peces bronceados que van conmigo a todas partes metidos en un globo hinchado y muy bien alimentados.