De la red |
Paseando una tarde lluviosa por una calle cualquiera, llamó mi atención un paraguas que se vendía a precio de saldo.
Una gota aislada me dio la señal, pegué un brinco y en cuestión de minutos me hice con él.
De repente un trueno hizo temblar el suelo y sin saber cómo ni por qué, me elevé, primero unos metros y después unos kilómetros, del asfaltado suelo.
Mis piernas descansaron, pero mis brazos tuvieron que tensarse para sujetarse bien fuerte al paraguas abierto, que en cuestión de segundos cambió de profesión: ahora le tocaba ser mi salvavidas.
Desde ahí arriba, la visión de los tejados tan imperfectos contrastaba con la perfección de las carreteras y autopistas, y no pude evitar cuestionarme dónde prefería aterrizar.
Los tejados son complejos, los construyen con entramados inamovibles en el tiempo, pero se van desgastando y aunque no lo parezcan, algunos son frágiles por dentro. Además están llenos de antenas puntiagudas, de nidos de palomas con huevos de sus crías, y no quisiera ser yo la culpable de que no nazcan esas palomitas.
Las carreteras, sin embargo, son vastas, lisas, largas y muy bien definidas. Pero corro el riesgo de que me atropelle un camión cargado de cactus importados desde algún desierto lejano y terminar con púas adheridas a mi piel para el resto de mi vida.
Por lo que ...cierro los ojos y decido seguir viajando, que las corrientes de aire fabriquen mi cama y que las plumas sueltas de los pájaros formen mi edredón. Adoro el silencio que se respira allí arriba, me nutre el vacío, la nada, la luna, el sol...
Fuiste un paraguas, fuiste un paracaídas, hoy te cambio el nombre y te llamo desde ya mi paraVIDA.