De la red |
Los caracoles con orejas del pasado empezaron a tener sentido, necesitaban dónde sujetar sus lentes, ya que perdieron vista, olfato y hasta oído.
Las flores dejaron de tener color y se proyectaron en el espacio como un holograma predeterminado, estaban pero no eran, eran pero no estaban. Los amados dejaron de ser románticos, porque no había con qué elaborar los ramos. Las palabras dejaron de tener sentido y los besos junto a los abrazos, quedaron muy devaluados.
La lluvia empezó a caer hacia arriba, se formaban nubes submarinas que provocaban borrascas que entraban por el este y anticiclones anclados en el norte. A su vez, el sur y el oeste sufrieron inviernos gélidos y veranos fríos, respectivamente.
El sol empezó a tener problemas de autoestima, el espejo en el que se reflejaba dejó de mostrarle su cara cada día. Dejó de maquillarse, dejó de pulir su estela, empezó a crecerle pelo y a La Tierra cada vez llegaban más y más sombras sin sentido que sumieron a la población en un letargo absoluto por las mañanas y a la actividad frenética cuando daban las tantas.
Los niños se hicieron adultos y los adultos se hicieron niños. Las niñas se volvieron más niñas y las mujeres abuelitas. Dejaron, por lo tanto de haber madres o personas en cinta, el mundo se libró de los llantos y las cigüeñas, sin trabajo, pasaron a ser pájaros no de tercera, sino de quinta.
Los lobos ya no aullaban desesperados a la luna, se sentaron en las colinas a observar el espectáculo que desde allí se veía, y entre ellos cuchicheaban, gritaban, se decían lo que era un secreto a voces y ellos ya sabían: la luna no soportó más las vistas y prefirió derretirse y convertirse en gas, antes de seguir alumbrando las noches de nuestro hogar.