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| De la red |
Cuando nací no tenía lana, por lo que todo el mundo podía ver mi piel recién estrenada. Al ser de color rosa me pusieron muchos apodos: que si pantera, que si fresa con nata, que si caramelo, chicle, piruleta o chupachups. Pero en realidad mi verdadero nombre era oveja, al igual que el de todo el rebaño que siempre me acompañaba.
Nunca supe por qué las demás eran blancas, todas las tardes veraniegas lamían su cabellera con gusto y el reflejo del sol me cegaba.
Me acostumbré a llevar gafas de sol y me convertí en un joven malote y rockero. Destacaba en las fotos y eso hizo que se agrandara mi ego, pero todo se precipitó al vacío el día en el que nació mi primer mechón lanudo: resulta que fue negro.
Después de un tiempo atigrado, sorprendido y angustiado, me retiré a la montaña para meditar sobre mi futuro más inmediato y concluí aprovechar al máximo mi negrura externa: en los textos me camuflaría entre lo blanco como un punto y aparte, en tu cuerpo como un lunar estratégico en tu pierna, entre los dientes como la caries que duele y en la naturaleza como la oveja negra.
