De la red |
Tuve que apropiarme entonces de una serie de aparatos que hasta entonces me eran desconocidos. Hablo de lupas, anteojos, gafas de pasta, para las cosas pequeñitas microscopios científicos y en las más grandes y complejas, enormes y caros telescopios acertadamente llamados astronómicos.
Esta situación tan engorrosa hizo que me acomplejara a cada paso que daba, en vez de pasar desapercibida las miradas ajenas me apuntaban, o eso intuía, porque iba yo muy centrada mirando donde pisaba o en qué agujero me caía.
Tan cegada, tan caída y tan acomplejada llegué hasta la puerta de un oculista especializado en casos extraños. Había rehabilitado a ciegos que no sabían que veían e incluso le dio visión a cada topo con el que se cruzaba cuando su trabajo se lo permitía.
Fue darme la mano y recuperé un porcentaje medio de visión periférica. Me desprendió con mucho cuidado de los aparatos y pude alzar por fin la cabeza. Me acompañó hasta una colina y me obligó a respirar a pleno pulmón. Fue milagroso, recobré de golpe la vista y además la adornó con confeti y brillantina a todo color.
6 comentarios:
Pásame la dirección del milagroso oculista, yo veo cada vez menos, aunque como está la vida es casi mejor no ver nada
besos
Solo falta que vieras con los ojos cerrados
Besos
Jejee, pues tienes razón, no se sabe qué es mejor...
Besos
¿Quién te dice que no es así???
;)
Interesante manera de ver la vida
abrazos
Muchas gracias!
Un abrazo
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